En su obra “El malestar en la cultura” Sigmund Freud advertía sobre los inconvenientes de una civilización que exige a sus miembros excesivos sacrificios instintivos en las aras de sus ideales culturales. El progreso consistente en maximizar la utilidad de la productividad encadena a los individuos a la dura roca de una responsabilidad orientada exclusivamente a la esfera del trabajo, y los condena a segregar humores internos y externos que acaban por perforar y obturar sus malolientes vísceras intestinales, y envenenar sus relaciones personales y laborales: incapaces de soportar la frustración continua y constante de sus necesidades amorosas, acaban por sucumbir a la neurosis, al dogmatismo, a todo tipo de fanatismo, y a esa terquedad tan característica de toda ortodoxia y de todo integrismo.
En cambio, hay algo en la cultura que al parecer escapa a este culto utilitarista y calculador: la belleza. “La belleza, que no quisiéramos echar de menos en la cultura, ya es un ejemplo de que esta no persigue tan sólo el provecho”, dice Freud, remarcando la inutilidad de la misma y enlazándola con los sentidos, con la sensibilidad, con la sensualidad, en definitiva, con el placer sexual, justamente aquello que está desterrado y proscrito de la realidad.
La belleza, aquello inútil y carente de interés desde el punto de vista cotidiano, surge en cada momento como una revelación que exige de nosotros, ante todo, que nos detengamos a contemplarla y gozarla olvidando todo cálculo, todo interés, y todo provecho. A esta actitud abierta y receptiva más allá de la consideración puramente racional se le llama actitud estética: disposición a entregarse a la contemplación y al goce de la cosa tal como ella lo exige, dejándola en libertad para que sea ella misma la que se nos muestre como es y no como nosotros quisiéramos que fuese.
Tal como enseña Herbert Marcuse en su “Eros y civilización” existen otros héroes culturales más allá o al lado de esas hormigas llamadas Prometeo, Hércules, Hermes o Fausto, están también esas cigarras que invocamos bajo el nombre de Narciso, Dionisos y Orfeo, aquellos héroes de la belleza que gozan de sí mismos y de la vida bajo el principio del placer, principio que nos ata a la vida frente al principio de realidad y funcionamiento que lo niega y cuya categoría fundamental es la más nefasta de las palabras: “sacrificio”, organización de la economía total de la existencia como negación de sí mismo en las aras de un Ideal que es la Nada.
En educación olvidamos muchas veces abrir a la experiencia del educando este aspecto estético de la existencia tan fundamental, la educación de la sensibilidad, de la sensualidad, del gusto y del placer, porque de un modo erróneo hemos educado, no para la vida y su goce, sino para su negación y sacrificio en pro de una existencia enferma que teme cualquier forma de goce y que ya no se reconoce como vida y sonrisa, sino como simple funcionamiento y engranaje.
“El que no ama, enferma” advierte Freud en otro ensayo (ya sabía algo de esto fray Luis de León en su obra "Los nombres de Cristo": “No se puede vivir sin amar”), pero amar, decía Platón, sólo se puede amar lo que es bello, y sobre todo lo que él llamaba “Belleza en sí” una especie de luz olvidada que resplandece en todas las cosas y que sólo la actividad artística y la actitud estética es capaz de traernos y revelarnos. Esta luz llamada Belleza nos habla de un mundo pacificado, no quebrado y roto por la lucha por la existencia, por la competencia, por la productividad, por el interés, el cálculo y el provecho. Tal vez, para recuperar el respeto y la admiración por la existencia sólo nos quede esta vía, la vía del arte, vía escasamente aprovechada, tal vez por la libertad que implica esa forma de libertad que nos aproxima a lo que los humanos han soñado como “los dioses”, me refiero a la creación, a la creatividad, es decir, a traer y hacer brillar aquí y ahora, lo que no existe aún, un mundo armonioso y bello y la forma de vida que le acompaña.
domingo, 31 de enero de 2010
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